11 de enero de 2010

Redes

La verdad es que las redes sociales no han logrado atraer mi atención como para ser usuario y partícipe de ellas.

Sea por leyenda urbana o por realidad, hasta ahora me mantengo al margen. Sin embargo, cada día recibo varias invitaciones para adherirme de pleno derecho. Todas han sido desestimadas sin que ello signifique una desconexión del mundo social en el que me muevo.

No tengo claro que ese derecho tan consagrado del respeto a la imagen y a la confidencialidad de los datos se preserve cuando uno decide entrar en una red alegremente. Por suspuesto, no me refiero exclusivamente a las redes sociales -sensu estricto- sino a cualquier red de comunicación supuestamente inocua.

Hace unos días, un conocido cercano mantuvo un encuentro lejano con otro ser que también había decidido comunicarse con los demás a través de este expansivo mecanismo de interacción virtual. Cuando le hablaba, notó algo raro. Le costaba decodificar los mensajes provenientes de su interlocutor. El otro trataba de extraer información pero no desvelaba su natural identidad. Pronto descubrió el misterio. Era un perro viejo...

Disimulaba hábilmente sus ladridos pero dominaba los entresijos de la red como nadie.

Bendito perro.