31 de julio de 2009

Villa Goteras

Es una casa pequeña, terrera, cercana al salitre y situada en el noroeste de una isla. Los alisios la refrescan cada día y el paso del tiempo demuestra que la oxidación es un proceso irreversible e implacable. La construyeron mis progenitores hace cincuenta años, con sangre sudor y lágrimas. No llega a 70 metros cuadrados, cubiertos por una capa porosa de hormigón de la época.

Recuerdo que mi padre le daba una lechada de cemento una vez al año, para tapar pequeñas grietas y evitar humedades molestas e innecesarias. En aquel contexto, la tela asfáltica y las pinturas impermeabilizantes eran inusuales. Así, escapamos durante muchos inviernos. Pero la realidad pone de manifiesto que toda lechada, tarde o temprano, caduca. Es como la vida, se hace y también se acaba.

Aquella casa suele ser el lugar donde paso una parte del verano. Para combatir el calor, desde siempre, la fachada ha estado pintada del color más puro. En el lugar, la conocían por 'la casa blanca' (con minúscula) aunque después de este último invierno, largo, frío y excesivamente lluvioso, he tenido que reconsiderar su anterior denominación. Incluso, ya he encargado un nuevo cartel para evitar equívocos. Desde ahora se llamará 'Villa Goteras'. En realidad, el nombre no deja de ser sintomático. Circunstancialmente, justifica la presencia de fuertes lluvias y mi descuido impermeabilizador. Y, funcionalmente, evoca situaciones inolvidables para mucha gente que ha pasado por ella. Si entras, es probable que salgas mojada, le advertí un día a una amiga próxima. Pero, erre que erre, veo que le gusta la humedad.

La estancia es agradable y fresca. Siempre tengo a mano algún licor carmelitano, un whisky añejo o unas cervezas de triple fermentación. En la vieja despensa, hay mohos dispersos que conviven con algunos espárragos enclaustrados en un frasco hermético. De vez en cuando aflora por allí un paquete de almendras ranciosas. Eso sí, nunca falta una lata de anchoas ni una caja de palillos de dientes, de los de antes. Para amenizar los encuentros, un anciano alemán que vivió en ella durante algunos inviernos me regaló un entrañable transistor de tres bandas. Es una maravilla. También hay una colchoneta inflable para casos de fuerte marejada. Va equipada con bengalas multicolor por si hay que lanzar algún SOS inesperado. En la casa no hay lujos pero nunca escasea el agua. Baja desde el techo como si viniera de Sierra Nevada. Es un agua cristalina, filtrada, de manatial propio.

De San Juan a Corpus, hacemos alguna fiesta en su interior. Suele ser para gente de confianza y que sepa nadar. En la última que celebramos, todos respetaron el protocolo. Nadie se desprendió de la gabardina y la mayoría iba con botas de agua. En 'Villa Goteras', el agua es la protagonista y la humedad su mejor pariente.

Hace unos días, solicité un presupuesto para hacer más anhidro aquel espacio vital. Me dijeron que ésta es una buena época porque convergen dos coyunturas favorables:
  1. Aún no han llegado las primeras lluvias del otoño.
  2. La mano de obra resulta ahora más barata.

Cuando recibí la factura proforma de los materiales, casi me ahogo. El Diluvio Universal era una mezquindad ante tanta lluvia de números. Lo más barato, los decimales. Me inundaron la cabeza con nombres que yo nunca había escuchado: pintura con fibra multielástica, rollos impermeables de polinosequé, cinta selladora, líquido de imprimación, rodillo de lana. papel de lija, blanqueador de pared, pintura antimoho... ¡Vaya vocabulario!

Eso me pasa por no haber seguido la sana costumbre de mi padre.

Bendita lechada.