29 de julio de 2009

Tengo dinero

La afirmación no es mía. Y el estatus subyacente tampoco.

La escuché de boca de un anciano con complexión atlética con el que coincidí casualmente en la puerta de una entidad bancaria. Fue ayer, a eso de las 10 horas, 2 minutos y algunos segundos. Yo acaba de hacer una operación financiera, de carácter rutinario, consistente en extraer 10 euros de un cajero automático. Todas las semanas, el mismo día y a la misma hora dispongo de esa misma cantidad. Con ella, amortizo los descafeinados matutinos y alguna que otra cerveza vespertina.

Mientras yo salía, él se disponía a entrar. Por un instante, envidié sanamente su apariencia lozana y su indumentaria juvenil y deportiva. Iba ataviado con equipaje de ciclista. La cabeza bien protegida, un pantalón corto y ceñido, zapatillas adecuadas, gafas especiales y una hermosa bicicleta de competición. Aquella estampa cautivó la mirada de los transeúntes que pasaban por el lugar.

Pronto me percaté de un asunto vital que invadió su cabeza y la mía. Resulta que aquel hombre tenía que entrar en esa entidad pero no podía dejar la bicicleta en la calle. Es una zona donde hay una alta densidad de 'chorizos' y cualquier despiste se paga caro. Si a eso le añadimos que el sistema financiero no dispone de un parking reservado para los clientes, entonces es fácil hacerse una idea de esa complicada situación. Nunca he comprendido esta circunstancia, cuando resulta que los bancos gozan de beneficios multimillonarios provenientes de las operaciones de sus clientes. En cualquier supermercado, por menos, me ofrecen un amplio aparcamiento, un carrito para llevar la compra e incluso me cuidan al sobrino.

La puerta de acceso era estrecha, concebida para clientes de a pie. Tenía doble hoja pero una de ellas estaba inmovilizada mediante un anclaje de seguridad. Intuyo que en la sucursal ya lo conocían. De inmediato, la subdirectora salió a su encuentro y le abrió las dos puertas de par en par. Ante la mirada expectante del resto de los clientes, pronunció esta frase lapidaria: tengo dinero. Mientras accedía al interior, la repitió varias veces: tengo dinero, tengo dinero... Entró envuelto en una atmósfera de seguridad y ascendencia, como si fuera el presidente de la junta de accionistas. Los esquemas se me bloquearon y el biorritmo también. No sabía si lo que estaba viendo respondía a un sueño emergente de verano o si era una nueva realidad urbana, natural y sin mayor trascendencia. Jamás había visto un ciclista con la bicicleta dentro de una sucursal bancaria. Aquello parecía una escapada en solitario porque nunca llegué a ver al resto del pelotón. La verdad es que me impresionó.

Durante todo el día no he hecho sino pensar en la dichosa frasecita. Si se tiene dinero, se tienen las puertas abiertas en cualquier sitio. No importa la vestimenta ni el medio de locomoción. Da igual si se va en bikini o en una falúa. Lo que no entiendo es por qué no habilitan las puertas de los bancos para dos perfiles de clientes tan distintos. Unas más anchas para dar cabida a los potentados con sus bicicletas y lujosos coches y otras más estrechas para los que sólo extraemos 10 euros cada semana.

Bendita igualdad.