31 de julio de 2009

Villa Goteras

Es una casa pequeña, terrera, cercana al salitre y situada en el noroeste de una isla. Los alisios la refrescan cada día y el paso del tiempo demuestra que la oxidación es un proceso irreversible e implacable. La construyeron mis progenitores hace cincuenta años, con sangre sudor y lágrimas. No llega a 70 metros cuadrados, cubiertos por una capa porosa de hormigón de la época.

Recuerdo que mi padre le daba una lechada de cemento una vez al año, para tapar pequeñas grietas y evitar humedades molestas e innecesarias. En aquel contexto, la tela asfáltica y las pinturas impermeabilizantes eran inusuales. Así, escapamos durante muchos inviernos. Pero la realidad pone de manifiesto que toda lechada, tarde o temprano, caduca. Es como la vida, se hace y también se acaba.

Aquella casa suele ser el lugar donde paso una parte del verano. Para combatir el calor, desde siempre, la fachada ha estado pintada del color más puro. En el lugar, la conocían por 'la casa blanca' (con minúscula) aunque después de este último invierno, largo, frío y excesivamente lluvioso, he tenido que reconsiderar su anterior denominación. Incluso, ya he encargado un nuevo cartel para evitar equívocos. Desde ahora se llamará 'Villa Goteras'. En realidad, el nombre no deja de ser sintomático. Circunstancialmente, justifica la presencia de fuertes lluvias y mi descuido impermeabilizador. Y, funcionalmente, evoca situaciones inolvidables para mucha gente que ha pasado por ella. Si entras, es probable que salgas mojada, le advertí un día a una amiga próxima. Pero, erre que erre, veo que le gusta la humedad.

La estancia es agradable y fresca. Siempre tengo a mano algún licor carmelitano, un whisky añejo o unas cervezas de triple fermentación. En la vieja despensa, hay mohos dispersos que conviven con algunos espárragos enclaustrados en un frasco hermético. De vez en cuando aflora por allí un paquete de almendras ranciosas. Eso sí, nunca falta una lata de anchoas ni una caja de palillos de dientes, de los de antes. Para amenizar los encuentros, un anciano alemán que vivió en ella durante algunos inviernos me regaló un entrañable transistor de tres bandas. Es una maravilla. También hay una colchoneta inflable para casos de fuerte marejada. Va equipada con bengalas multicolor por si hay que lanzar algún SOS inesperado. En la casa no hay lujos pero nunca escasea el agua. Baja desde el techo como si viniera de Sierra Nevada. Es un agua cristalina, filtrada, de manatial propio.

De San Juan a Corpus, hacemos alguna fiesta en su interior. Suele ser para gente de confianza y que sepa nadar. En la última que celebramos, todos respetaron el protocolo. Nadie se desprendió de la gabardina y la mayoría iba con botas de agua. En 'Villa Goteras', el agua es la protagonista y la humedad su mejor pariente.

Hace unos días, solicité un presupuesto para hacer más anhidro aquel espacio vital. Me dijeron que ésta es una buena época porque convergen dos coyunturas favorables:
  1. Aún no han llegado las primeras lluvias del otoño.
  2. La mano de obra resulta ahora más barata.

Cuando recibí la factura proforma de los materiales, casi me ahogo. El Diluvio Universal era una mezquindad ante tanta lluvia de números. Lo más barato, los decimales. Me inundaron la cabeza con nombres que yo nunca había escuchado: pintura con fibra multielástica, rollos impermeables de polinosequé, cinta selladora, líquido de imprimación, rodillo de lana. papel de lija, blanqueador de pared, pintura antimoho... ¡Vaya vocabulario!

Eso me pasa por no haber seguido la sana costumbre de mi padre.

Bendita lechada.

30 de julio de 2009

Vacuna educativa

La palabra 'vacuna' conmueve y está de moda. Junto a otra, 'crisis', son las dos que más he escuchado en las últimas semanas.

En cierta medida, guardan una relación intrínseca e indiscutible. Si una pandemia representa una seria crisis para la salud individual y colectiva, la vacuna surge como el mejor antídoto para minimizar su presencia y expansión. Es una lástima que no haya habido vacunas para la otra crisis, la que empezó hace más tiempo y que ya ha afectado a una población de riesgo universal.

Acabo de leer en la prensa que se tiene la intención de vacunar a todos los profesores. Sin duda, conforman un grupo de riesgo. Siempre lo han sido, frente a la gripe común de todos los cursos y a la falta de reconocimiento desde los poderes públicos y la propia sociedad. Espero que el precio de esta vacuna no sea descontado de su nómina. Sin embargo, la duda que me asiste es si habría que administrarles varias vacunas. Una contra la gripe A, urgente y justificada, y otras para las otras 'gripes' históricas que tanto malestar han creado en los profesionales de la enseñanza.

Cada vez que oigo hablar de la 'población de riesgo' y de los criterios de vacunación me entra escalofrío. La población de riesgo es algo hipotético, estadístico e inexacto mientras que el virus es real, invasivo y potente. Puede aparecer en cualquier momento y en todo lugar. Lo de la gripe A no es una broma. Es tan importante que incluso se escribe con mayúscula. Por tanto, la población de riesgo somos todos, hasta el propio virus, aunque no haya vacunas para todos.

Si en el ámbito educativo se la suministran a los profesores, se evita potencialmente un posible contagio de éstos hacia los alumnos, entre sí y de los alumnos hacia ellos. Sin embargo, eso no representa una garantía total. También me dicen que se vacunará al alumnado hasta los catorce años. Si es así, la medida me parece insuficiente porque la enseñanza obligatoria termina a los dieciséis.

Con todo, hay preguntas que me producen inquietud. ¿Y no vacunan al inspector? ¿Y al ayundante del inspector? ¿Y al conserje? ¿Y al chófer del director general? ¿Y a los asesores? ¿Y a la señora de la limpieza? ¿Y al concejal del centro si aún no ha sido cesado? ¿Y a la auxiliar administrativa? ¿Y al personal de comedor que atiende a los niños? ¿Y al repartidor de los alimentos? ¿Y a los padres que vienen a entrevistarse con los profesores? ¿Y al guardián-jardinero? ¿Y al cartero? ¿Y al monitor de actividades extraescolares? ¿Y al conductor del autobús escolar? ¿Y al revisor del tranvía? ¿Y al librero? ¿Y al proveedor del material de oficina? ¿Y al cura de la parroquia? ¿Y al sepulturero...?

Un centro educativo no es un compartimento estanco. Es una microsociedad dinámica en permanente contacto con una macrosociedad heterogénea no inocua.

Vacunar a los profesores y a una parte del alumnado es un parche. Si el riesgo es global, la cobertura también debe serla. A grandes males, pequeños remedios.

Bendito criterio.

29 de julio de 2009

Tengo dinero

La afirmación no es mía. Y el estatus subyacente tampoco.

La escuché de boca de un anciano con complexión atlética con el que coincidí casualmente en la puerta de una entidad bancaria. Fue ayer, a eso de las 10 horas, 2 minutos y algunos segundos. Yo acaba de hacer una operación financiera, de carácter rutinario, consistente en extraer 10 euros de un cajero automático. Todas las semanas, el mismo día y a la misma hora dispongo de esa misma cantidad. Con ella, amortizo los descafeinados matutinos y alguna que otra cerveza vespertina.

Mientras yo salía, él se disponía a entrar. Por un instante, envidié sanamente su apariencia lozana y su indumentaria juvenil y deportiva. Iba ataviado con equipaje de ciclista. La cabeza bien protegida, un pantalón corto y ceñido, zapatillas adecuadas, gafas especiales y una hermosa bicicleta de competición. Aquella estampa cautivó la mirada de los transeúntes que pasaban por el lugar.

Pronto me percaté de un asunto vital que invadió su cabeza y la mía. Resulta que aquel hombre tenía que entrar en esa entidad pero no podía dejar la bicicleta en la calle. Es una zona donde hay una alta densidad de 'chorizos' y cualquier despiste se paga caro. Si a eso le añadimos que el sistema financiero no dispone de un parking reservado para los clientes, entonces es fácil hacerse una idea de esa complicada situación. Nunca he comprendido esta circunstancia, cuando resulta que los bancos gozan de beneficios multimillonarios provenientes de las operaciones de sus clientes. En cualquier supermercado, por menos, me ofrecen un amplio aparcamiento, un carrito para llevar la compra e incluso me cuidan al sobrino.

La puerta de acceso era estrecha, concebida para clientes de a pie. Tenía doble hoja pero una de ellas estaba inmovilizada mediante un anclaje de seguridad. Intuyo que en la sucursal ya lo conocían. De inmediato, la subdirectora salió a su encuentro y le abrió las dos puertas de par en par. Ante la mirada expectante del resto de los clientes, pronunció esta frase lapidaria: tengo dinero. Mientras accedía al interior, la repitió varias veces: tengo dinero, tengo dinero... Entró envuelto en una atmósfera de seguridad y ascendencia, como si fuera el presidente de la junta de accionistas. Los esquemas se me bloquearon y el biorritmo también. No sabía si lo que estaba viendo respondía a un sueño emergente de verano o si era una nueva realidad urbana, natural y sin mayor trascendencia. Jamás había visto un ciclista con la bicicleta dentro de una sucursal bancaria. Aquello parecía una escapada en solitario porque nunca llegué a ver al resto del pelotón. La verdad es que me impresionó.

Durante todo el día no he hecho sino pensar en la dichosa frasecita. Si se tiene dinero, se tienen las puertas abiertas en cualquier sitio. No importa la vestimenta ni el medio de locomoción. Da igual si se va en bikini o en una falúa. Lo que no entiendo es por qué no habilitan las puertas de los bancos para dos perfiles de clientes tan distintos. Unas más anchas para dar cabida a los potentados con sus bicicletas y lujosos coches y otras más estrechas para los que sólo extraemos 10 euros cada semana.

Bendita igualdad.

28 de julio de 2009

Se vende

No se trata de un coche ni de un piso. El anuncio lo acabo de ver en una heladería. Había varias neveras abarrotadas de helados y, entre ellas, destacaba una completamente vacía, sin iluminación interior, sin vida, de la que colgaba un enorme cartel con este mensaje: SE VENDE.

Aquel anuncio me llamó poderosamente la atención porque cuando acudo a una heladería no espero encontrarme con ese tipo de transacciones. Me resulta más sugerente adquirir los sabores preferidos antes que el continente que los alberga. ¿Para qué quiero una nevera específica y sin helados?

Lo primero que hice fue preguntar al propietario por qué la vendía. Me explicó la razón invocando la consabida crisis. Por lo visto, las ventas no guardan una correlación natural con las altas temperaturas. Ha hecho un estudio económico y ha visto que si mantiene activo ese frigorífico, le genera más pérdidas que si se desprende de él por la vía de urgencia. Por eso lo vende. También me habló del consumo eléctrico, del gasto de mantenimiento y de la volumetría, como elementos no coadyuvantes en la actual coyuntura.

Llegado a un punto de la conversación, le pregunté: ¿A qué vienen los clientes a este establecimiento? A comprar helados, me dijo. Entonces, si vienen a comprar helados, no es muy probable que salgan de aquí con una hermosa nevera. Por tanto, le indiqué que es difícil que alguien se la compre desde la propia heladería y con ese cartel un tanto interiorista y sin mayor resonancia. No obstante, antes de irme, le dejé en su cabeza una propuesta no descabellada: se la compro si me la vende llena helados y sólo por el precio de los helados. Aquel hombre se lo está pensando...

En defensa de mi 'arriesgada' propuesta, le argumenté que algunas entidades financieras y muchos medios de comunicación utilizan una estrategia muy sutil para vender productos propios que algunas personas se resisten a comprar. Para ello, ofrecen como reclamo otros artículos que no son inherentes a su actividad productiva o económica. Conozco un banco que me ha ofrecido ordenadores y vajillas si le deposito unos ahorrillos ganados en una partida de parchís. Hay periódicos de mi entorno que a menudo reclaman mi lectura ofreciéndome tazitas de café y boberías diversas que no sé dónde demonios las voy a poner. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Sin embargo, entiendo que mi oferta fue bastante coherente. Es como si compro unos zapatos y solicito que me los vendan con la caja.

Siempre he tenido una visión compartimentada de la actividad económica, distante de solapamientos y competencias desleales. De pequeño, me había educado en una cultura sectorial donde las boticas sólo vendían medicamentos y las ferreterías clavos. Lo cierto es que todo está cambiando de tal manera que ya casi nada me resulta extraño. Si mi doctora me ofreciera una PSP por confiar en ella, por qué voy a rasgarme las vestiduras si en aquella heladería han decidido vender un inmejorable frigorífico. Que un banco 'comercialice' artículos no financieros o que un periódico 'regale' chucherías me resulta difícil de digerir pero tendré que acostumbrarme.

Hay una necesidad imperiosa de vender porque casi nadie se decide a comprar.

Bendita economía.

27 de julio de 2009

El Tour

No hace falta especificar que el El Tour es el de Francia. Si no fuera así, no sería El Tour. Antes fue El Giro y después será La Vuelta. Italia, Francia y España protagonizan los tres eventos ciclistas más importantes del mundo.

Sin embargo, El Tour de este año ha sido muy diferente. Ha habido dos carreras paralelas. Una en la carretera y otra en los hoteles de concentración. La sombra permanente de Armstrong no fue suficiente para eclipsar el poderío y la bravura de Contador. Viendo las imágenes de esta 96ª edición, me vienen a la cabeza las hazañas de Indurain, Olano o Perico Delgado.

El final de este Tour no se recordará precisamente por la exquisitez institucional y protocolaria que suele ser habitual en una competición de élite. Cuando en deportes como el fútbol o el tenis España queda en lo más alto, siempre veo una representación institucional más completa y acorde con la ocasión. En el ciclismo no ocurre así, siendo El Tour el rey de reyes en el ámbito internacional.

Este año, además, el triunfo de Contador, previsto y esperado de antemano, ha tenido dos episodios grises, coincidentes en el día en que su protagonismo y valía le alzaban al podio. Sarkozy sufre un yeyo mientras corría a pie y el himno nacional danés servía de fondo al reconocimiento definitivo de un nuevo maillot amarillo español.

Hay que dar gracias a Dios porque el presidente no iba en bicicleta y porque el primer himno que sonó no fuera el de Gibraltar.

Bendito protocolo.

24 de julio de 2009

Favor inmobiliario

Hace unos días, una amiga entró en contacto conmigo para que le hiciera un favor inmobiliario. De antemano, me asusté porque no entendí muy bien el alcance de esa solicitud. En primera instancia, pensé que se trataba de una insinuación ocasional. Luego me lo aclaró. El asunto tiene su miga y algo de historia. Resulta que está intentando comprar un piso y creyó que con la crisis lo iba a conseguir 'regalado'. Cuando aterrizó en la realidad, se dio cuenta de esta evidencia: una cosa es que las inmobiliarias ya no vendan tanto y otra muy distinta es que el precio sea asequible. La venta de pisos está por los suelos pero el precio se sitúa en una cota mucho más alta.

Recuerdo que en mi infancia los paquetes de chiques tenían un valor ponderado, elástico pero no especulativo. Si su precio justo no llega a un euro, no sería lógico que se ofertaran a un niño anteponiéndoles un factor sobredimensionado de naturaleza exponencial. Eso podría generar problemas de stockage, caducidad, paralización económica, discriminación social, angustia, impotencia... El chicle es un sector más de la economía. Aunque no está catalogado como alimento, todo niño tiene derecho a su acceso.

Me contó el 'vía crucis' que ya había iniciado en busca del ansiado 'chozo'. Se ha recorrido toda la ciudad. Ha visto más pisos que el repartidor del butano. Su primera intención es vivir sola. Para ello, le basta con una casita de tres habitaciones y si tiene algún retrete, mejor. Con uno es suficiente. La limpieza de los baños es una de las tareas domésticas más laboriosas, concienzudas y delicadas. Todo lo que había visto hasta ese momento estaba por las nubes y excedía lógicamente de su presupuesto personal. Hasta que una tarde vio un anuncio que parecía un milagro. Se trataba de un piso céntrico, pequeño, enclavado en un edificio del siglo pasado, con la fachada algo desteñida, piscina, cancha de tenis y recién reformado.

Ella quería que la acompañara porque sabe que soy metódico, detallista y me gusta ver las cosas con 'lupa'. Sin embargo, cometió la imprudencia de no advertir a la señorita de la inmobiliaria acerca de mis manías y preferencias personales. Durante la visita, adopté el más absoluto silencio porque no era yo el potencial comprador. Solamente me limité a observar y registrar mentalmente el resultado de esa experiencia. Nunca me había pasado algo igual. La bomba explotó después.

Al día siguiente, mi amiga recibe una llamada telefónica para saber si le había gustado el piso. Obviamente, dijo que no y expuso varias razones para dotar de coherencia interna su decisión. Aquella señorita me inundó de piropos. Le dijo que yo había estado muy seco, tenso, serio y raro. Es posible, ya que a medida que fui viendo cada dependencia se me venía el alma a los pies. Al menos, una cosa quedó clara: no sirvo para político porque no sé disimular.

Todavía conservo lo más significativo de mi valoración:

  1. La cuota de comunidad me pareció galáctica.
  2. La piscina y la cancha de tenis sirven para justificar un gasto de mantenimiento.
  3. El piso tenía dos baños y ahora tiene tres. Interpreto que el paradigma de 'Villa Meona' está en auge.
  4. En la habitación más pequeña, si se entra de frente, lo más práctico es salir de culo.
  5. La mediana era algo mayor que una PSP.
  6. El dormitorio principal está provisto de ese invento moderno y constreñido consistente en incorporar con martillo y cincel un baño privado. El resultado es que el inodoro queda a dos palmos de la almohada.
  7. La parte principal de la vivienda mira a un patio interior y está orientada al poniente. Eso significa que durante toda la tarde hay un sol de justicia que caldea la casa.
  8. Para mitigar esa penitencia calórica, se instaló un equipo de aire acondicionado, con el consiguiente gasto adicional en electricidad y mantenimiento.
  9. Se eliminaron unas jardineras exteriores. En su lugar, ahora se posan las palomas dejando un testigo inconfundible de su visita.
  10. Carece de garaje. Decía Tonucci que uno de los problemas más importantes de las sociedades urbanas reside en tener un sitio donde poner a los niños y a los coches.
  11. Percibí una desproporción entre la dimensión de los espacios vitales y los rincones superfluos.
  12. Los remates de la obra los vi muy sobrios.

Con esa perspectiva, es difícil que sonría.

Bendito precio.

23 de julio de 2009

De Rodríguez

Cada año, cuando se acerca el mes de agosto, caigo en la cuenta de que mi primer apellido es Rodríguez. En realidad, durante los otros once meses también soy Rodríguez pero no voy 'de Rodríguez'.

Hace unos días me encontré con un amigo de la infancia, al que conocí hace más de cuarenta años en la escuela primaria. Desde aquella época, él se autodenominaba 'Pollaboba', hasta tal punto de que siempre he tenido la duda de si se trataba de un apodo o de un apellido. Por respeto, nunca he querido indagar ese asunto. Lo cierto es que ese significante representa la antítesis de su perfil. En la escuela era el más listo y en la sociedad también. Multiplicaba de cabeza y ahora trae a todo el mundo de cabeza.

Cuando nos vimos, estuvimos tomando unas copas y hablando de nuestras vidas y del entorno social y familiar donde nos movemos. Fue una conversación muy simple, algo que suele ser habitual cuando se coincide con una persona conocida a la que no se ve desde hace mucho tiempo. Me preguntó cómo estaba. Le dije: 'de Rodríguez'. Por deferencia, también le hice la misma pregunta. Él me contestó: 'de Pollaboba'.

Tenía tantos hijos que no recordaba el nombre de cada uno. Era propietario de una lujosa mansión donde también vivían su suegra, dos perros y un mayordomo. La mujer se había ido con otro pero él se sentía muy feliz con una embarcación de recreo que lo distinguía de los demás. Cuando me tocó el turno, no sabía qué decir. En realidad, mi patrimonio no es tan suntuoso. No tengo barco sino un viejo timón de tea para marcar el rumbo en esta complicada sociedad. En el Registro de la Propiedad está inscrita una tienda de campaña hipotecada y llena de parches por todos lados. Sin embargo, mi mayor tesoro es la vinculación a una familia infinitamente comprensiva, incluso cuando estoy 'de Rodríguez'.

Tradicionalmente, estar de Rodríguez siempre ha tenido una carga peyorativa y hasta compasiva y misericordiosa. Nunca lo he entendido muy bien. Cada vez que experimento esta situación me siento muy autónomo. Es una necesidad vital, una afirmación de la personalidad y un encuentro con uno mismo. Es como sentir el éxtasis de la vida contemplativa durante un mes. No es una crítica ni la válvula de escape de un estado de ansiedad insoportable. Es, simplemente, un placer individual y transitorio, compatible con otros deleites colectivos del ámbito familiar.

Tengo toda la casa para mí. Soy el dueño del mando a distancia. No debo explicar a nadie por qué consumo más jamón de pata negra que en otras fechas. Las cervezas circulan por la nevera con bastante fluidez. Las anchoas y los berberechos impregnan el hogar urbano de un inconfundible olor a bajío. La lavadora parece más grande. El cuarto de baño está siempre libre y no tropiezo con nadie en el pasillo...

Por lo que veo, mientras yo disfruto 'de Rodríguez', otros lo hacen 'de Pollaboba'.

Bendito estado.

22 de julio de 2009

Bicicleta

De pequeño, nunca tuve una bicicleta aunque siempre fue uno de mis artilugios preferidos. Las que usé, fueron en régimen de préstamo o alquiler. Por una módica cantidad, podía disponer de una vieja bicicleta para transitar durante unas horas por las calles y barrios de La Laguna. Esta entradilla viene a cuento de una experiencia que acabo de presenciar, donde le han robado la única bicicleta que tenía al único sobrino que tengo.

La bicicleta era de diseño, de las que se vendían como rosquillas antes de que el recalentamiento de la economía explotara como un volcán. Se la había comprado su padre mediante una hipoteca a 80 años. Había pasado la ITV recientemente. Los neumáticos tenían la presión adecuada y el sistema de frenos era homologado, eficaz y seguro. El problema fue el despiste del chiquillo. No cayó en la certidumbre de que había dejado la bicicleta en la vía pública, en una sociedad donde los anuncios de corrupción en ámbitos influyentes también pueden generar tentaciones de ratería urbana, privada y sectorial, en niveles inferiores y menos simbólicos. Así fue: un 'chorizo' anónimo le robó la bicicleta.

Alguien lo estaba observando desde hace días. Resulta que todas las mañanas, antes de acudir al cursillo de natación, hacía un alto en una céntrica cafetería para amortiguar el jilorio. Siempre dejaba la bicicleta en el exterior y nunca había tenido problemas. Me contaba que con un ojo la vigilaba desde dentro y con el otro ponía el punto de mira hacia el sandwich de costumbre. Esa mañana algo falló. Cuando se dio cuenta, la bicicleta había desaparecido por arte de magia.

Inmediatamente se puso en contacto conmigo, a través del teléfono celular de su tía. Me contó lo sucedido y me pidió que no se enterara su padre. Le dije que no se preocupara porque en la vida hay cosas más importantes que una bicicleta. Incluso, es posible que la encontremos en algún momento ya que una isla no es un continente.

Entrada la tarde, lo llamé para darle una buena noticia: la bicicleta estaba en el garaje de mi casa. Obviamente, no me creyó. Pensó que se trataba de una broma más de las que suelo gastar habitualmente bajo una apariencia de inocua seriedad. El otro día me ocurrió algo similar. Le comenté a un conocido periodista de aquí que sus artículos de prensa me parecían auténticas boberías, como las mías. También pensó que era una broma...

No habían transcurrido quince minutos y ya estaba el niño en mi casa. Bajamos al garaje y, efectivamente, aquella bicicleta era la suya.

¿Quién fue el ladrón? El asunto está en manos de Sherlock Holmes.

Bendito detective.

21 de julio de 2009

La Luna

Hoy, 21 de julio, se conmemora el 40 aniversario de la llegada del hombre a la Luna. Tanto Google como los medios de comunicación convencionales y digitales nos recuerdan este episodio, ya histórico.

Sin embargo, he querido poner un contrapunto a ese hito porque no me cuadra la fecha. Resulta que tengo 55 años y siempre he tenido la sensación de estar en la Luna.

Ahora me disponía a regresar a la Tierra pero me han dicho que no es el momento más oportuno. El virus de la gripe A y la pandemia de la crisis son una seria amenaza que podrían dejar a más de un títere sin cabeza.

En la Luna, hay varias cosas que funcionan de otra manera:

  1. No te multan con 400 euros si vas de polizón en el tranvía. Incluso, hay dos tarifas: una urbana y otra interurbana.

  2. Se pagan menos impuestos y hay otro modelo de financiación autonómica.

  3. La reforma de la FP no ha sido tan contestada.

  4. Los profesores y los pensionistas están bien considerados.

  5. La Universidad conserva el prestigio de siempre.

También en la Luna hay servidumbres y limitaciones. La más sangrante tiene que ver con los precios para viajar al extranjero. Sólo están al alcance de algunos.

Con estas premisas, me temo que seguiré en la Luna por más tiempo.

Bendito satélite.